Impotencia, Vergüenza...dolor

Vergüenza, sonrojo, enfado, turbación, estos son solo algunos de los vocablos con los que definiría mi sentimiento en el día de hoy, un domingo que, a pesar de la bajada de las temperaturas, ha amanecido soleado en la orilla del Mediterráneo, ese mar en el que muchos encontramos el cobijo a las inquietudes, preocupaciones y aflicciones que, a veces, en esta convulsa cotidianeidad, necesita lugar donde refugiarse.

Vivir a escasos metros del mar tiene muchas ventajas pero un inconveniente que, en ocasiones, se convierte en problema pero que, a pesar de los malabares necesarios en alguna etapa de economía poco boyante, he logrado mantener, y es el pago de los altos impuestos que has de abonar a las distintas instituciones por vivir junto al mar.

A cambio, teóricamente dispones de algunos privilegios como abrir cada ventana al amanecer y ver la línea fina que se percibe entre el horizonte del mar y el inicio del cielo, en ese lugar donde los azules se confunden, respirar y pensar que hoy puede ser un buen día.

Otro de los beneficios debería ser la disposición de servicios equiparables al enorme gasto que abonas anualmente: limpieza del entorno, servicio de transporte, vías cómodas de circulación, etc.

Sin embargo, hoy, al querer aludir a ellos casi acabo en prisión. Sí, señores, sí, en prisión.

Yo solo pretendía dar un paseo por “mi playa” en un día que cierra otra semana de demasiadas inquietudes, pero…ahí que me encuentro con una invasión de “elementos” que molestaban en mi caminar. Al intentar quitar alguno de ellos para proseguir mi paseo matutino me he encontrado con la presencia policial invitándome a identificarme como ciudadana. Mi incredulidad ha ido creciendo junto a mi enojo por no decir directamente, monumental cabreo.

Sí, identificada policialmente para justificar lo que otros han hecho impunemente y con nocturnidad.

No voy a culpabilizar a ningún partido político, colectivo ni persona, nada ni nadie se había (al menos hasta el momento de escribir este artículo) identificado como autor de los hechos. Y a ello vamos, a los hechos, que no es otro que la invasión de la arena de la playa de la Patacona, desde el paseo hasta la orilla, de centenares de banderas de España (por cierto, constitucionales, lo cual ya es un detalle).

Banderas. Ese objeto que debería ser un símbolo que nos envolviera bajo sentimientos de pertenencia a un colectivo. Banderas, eso que debería ser un distintivo que nos enorgulleciera enarbolar. Banderas que deseáramos izar para alardear de una amalgama de principios y valores comunes.

Justo todo lo contrario que siento en estos momentos.

No, yo hoy, en este año 2020 no me identifico más que con la bandera blanca de la petición de tregua, de la solicitud de reposo y pausa ante tantas batallas insensibles e insensatas, ante tanta crispación, ante tanto desvarío, ante tanta vergüenza…

Intentando encontrar razones para tan bochornoso paisaje de “mi playa” solo ha sido necesario escuchar los cánticos patrióticos de grupos que han surgido a mitad de mañana en el lugar o la escucha de personas que han invadido el espacio para hacerse selfies con un “qué bonito”, para asumir, lo que no quería creer: que la presencia de banderas era el objetivo político de “alguien” para rendir homenaje a la víctimas de la Covid.

¿Homenaje con banderas?.

Yo no sé ustedes, pero yo, por desgracia, puedo poner rostro, nombre y apellidos a casi una decena de fallecidos a causa directamente de esta pandemia y no, no necesito ninguna bandera para recordarlos. Son amigos y/o conocidos que no han superado este maldita enfermedad, son vecinos a los que la parca los ha alejado para siempre de su familia y os aseguro que a esta no los evoca en su sentimiento ni los añoran más el ver una bandera plantada en la playa. Más bien todo lo contrario.

Son personas que necesitan saber que, aunque dolorosa, la pérdida de su padre, hermano o hijo, ha sido “útil” para evitar que padezcan el mismo sufrimiento otros conciudadanos.

A ellos no les consuelan homenajes de estado, ni flores en estatuas, ni banderas en las playas, quieren saber que su padre, hijo o hermano va a ser asistido si presentan síntomas de esta maldita enfermedad incapaz de ser controlada médicamente por el momento.

Por eso, he sentido vergüenza al ver tantas banderas, simplemente por la banalización con que su presencia ha intentado ofrecer de la muerte de miles de personas.

Sin embargo, ese era hoy el espectáculo de la ciudad, casi una hora me ha costado salir de mi casa ante el numeroso tránsito de coches y viandantes que se han acercado hasta “mi playa” para fotografiarse, cantar e incluso increpar a quienes solo queríamos dar un paseo por la orilla del mar casi como cada día hacemos.

La pasividad de las ¿fuerzas del orden? era total ante esta avalancha de personal, pero no ante quienes intentábamos limpiar de estos plásticos la arena para poder pasear. Solo he tocado algunas, el resto os aseguro que ni las he tocado, las he dejado ahí para que siguieran “los selfies”, los cánticos y hasta los comentarios.

No obstante, no eran ellos los apelados por las fuerzas de seguridad, he sido yo la que ha tenido que identificarse porque en lugar de selfie quería caminar, algo que, por otra parte, he de realizar por prescripción médica por unas patologías que, además, me convierten en una persona de riesgo ante esta pandemia. Imagínense el pensamiento que también se ha cruzado por mi mente, y el ruego, de por favor, si soy víctima de esta pandemia no quiero que me envuelva ninguna bandera de esas, quiero sí que me dejen en el mar, en mi mar, en mi playa, en un lugar de pausa y que este sea sereno y limpio.

La amalgama de sensaciones es tan variada que incluso desde el inicio de este escrito a este momento en esta línea, los sentimientos han ido evolucionando desde el enojo y la ira al disgusto, la impotencia y la ausencia de capacidad de razonar el por qué hemos llegado hasta aquí. Por qué la salud pasa a ser argumento político, por qué los representantes ¿políticos? (Ay, mare, dónde está la política, dónde ese “arte de gobernar la res pública”, dónde quedan los principios de una actividad creada para servir (y no servirse).

Hacemos un montón de cosas irracionales sin sentido porque nos indican que es “lo que hay que hacer”, y eso está generando una impotencia que duele y rasga no solo las conciencias sino también los propios principios, pero lo hacemos a pesar de los problemas que en ocasiones nos generan algunas medidas, perjuicios psicológicos cada vez más prolíferos que los físicos, pero que acaban conquistando nuestro estado de ánimo y, en consecuencia, la merma de nuestro estado físico.

¿Invadir la playa de banderas va a solucionar algo de esto?

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