Amor Eterno

Antes de cruzar la puerta suspiró, no sabía cómo tendría hoy el día. ¿Recordaría su nombre?, ¿compartirían sentimientos pasados?, ¿lo encontraría en el limbo de su mirada?

Desde hacía casi una década, todos los días a la misma hora Julián llegaba a la entrada de aquel lugar para visitar a quien prometió amor hace más de medio siglo. Ella mantenía los mismos ojos verdes que lo perturbaron aquel día de mayo cuando él, por casualidad, paró a comprar unos cacahuetes en aquel ultramarinos.

Sin embargo, su mirada deambulaba perdida desde su último ataque. Su voz se mantenía firme, su figura adivinaba el paso de los años, pero su sonrisa era la idéntica a la que le cautivó aquella lluviosa mañana de mayo hace tanto tiempo.

Taciturno y acompañado de un pequeño bastón, Julián se acercó a la puerta. Esa noche no había dormido excesivamente bien y había despertado inquieto. En sus sueños, Carlota seguía llena de fuerza aunque su realidad era muy diferente.

Hoy hacía 6 décadas que vincularon sus destinos en una triste ceremonia en un barco que los llevaba lejos del país que les vio nacer. La pertenencia a un sindicato había condenado a Julián a 3 años de prisión por su actividad en la defensa de los derechos de los trabajadores y el sistema político legalmente establecido. Sin embargo, un incendio en el módulo 3 de la prisión había favorecido su huida de aquel tenebroso lugar y su marcha como polizón en el buque Britanius, el mismo en el que prometería matrimonio a aquella joven morena que viajaba junto a su abuela en busca de un futuro mejor.

Juntos diseñaron una nueva vida lejos de la familia, sus raíces, sus costumbres y rutinas. Juntos construyeron un hogar vacío de los niños que desearon durante años. La ausencia de voces infantiles no impidió el ruido de felicidad en una morada donde anidaba la risa, se refugiaba la nostalgia y se cobijaba el amor.

En la distancia crearon un mundo que trasladaron miles de quilómetros para vestirlo de alegría el día que, como marido y mujer, volvían a la ciudad mediterránea en la que, 30 años antes, habían zarpado en busca de la libertad y la comida que la lucha civil había finiquitado en su entorno.

De eso hacía más de un cuarto de siglo. Un tiempo pasado en un suspiro, el mismo que hoy emitía Julián en cada exhalación. De repente los años pesaban, el frío era gélido, las piernas respondían mínimamente a sus racionales mandatos de movimiento, la luz se sentía tenue a pesar que el sol lucía en su esplendor.

María, la recepcionista de la residencia hogar donde vivía su decadencia Carlota, se inquietó ante el abatimiento de la triste figura que hoy era Julián.

-Buenos días Don Julián, ¿se encuentra bien?

-Cansada guapa. Una mala noche.

Entró en la habitación de Carlota. Como cada día, temblaba de emoción al cruzar aquella puerta. Su esposa lo miró sin verlo. Julián le mesó los cabellos y puso sus labios en un dulce beso sobre la frente de quien necesitaba ver cada día.

-Mi vida, mira que día más bonito, dijo Julián mientras con un poco más de esfuerzo de lo habitual acercaba su silla a la ventana, a la diestra del sillón donde Carlota, con su vista perdida, pasaba los días.

El viejo electricista posó la mano de su esposa entre sus manos, emitían calor. En ese momento, Carlota entrelazó sus dedos entre las manos de Julián que se estremeció.

-Sabes qué día es hoy mi amor

Sin esperar respuesta Julián detalló con minuciosidad el día de su boda en el Britanius hacía hoy seis décadas. Recordaba cada instante, los colores del mar y el cielo, el olor de gasoil de la próxima sala de máquinas, el brillo de los ojos de Carlota, el aroma de su piel, su inocencia hechizante. Eran aprendices de vida.

Mientras el atento caballero susurraba con esmero cada emoción, su enferma esposa recostó su cabeza sobre el brazo de Julián pidiendo el calor de su caricia. Con lágrimas deslizándose sobre sus mejillas, Julián mesó los grises cabellos de Carlota, enredó sus dedos en sus pequeños rizos, con delicadeza, esmero y mimo.

Dejó caer su cabeza sobre la de su amor.

El sol se escondía entre nubes al otro lado de la ventana cuando María abrió la puerta de la habitación 303 después de varios golpes y lanzar frases nerviosas.

-Don Julián la hora de comer.

-¿Don Julián me escucha?, ¿está bien?, ¿Don Julián?

María emitió un pequeño grito y todos aquellos que rondaban por el pasillo en ese momento se abalanzaron hacia la habitación.

La imagen era estremecedora. Nunca antes, muchos de aquellos, ahora espectadores, habían contemplado una escena tan deslumbrante de amor. Carlota acariciaba el rostro inerte de Julián sobre su regazo, lo acunaba como si fuera el bebé que nunca tuvo entre sus manos. Y canturreaba.  Hacía años que no emitía ningún sonido y ahí estaba hoy tarareando con sonidos casi exclusivamente guturales la última serenata a su esposo, su amor, su vida…

No fue fácil que Carlota se desprendiera de los brazos de Julián ya difunto. Se aferraba a su cuerpo como había hecho miles de veces desde hacía sesenta años. Nadie supo jamás si en algún momento Carlota concibió qué ocurría a su alrededor esa mañana, pero al salir el sol al día siguiente,  fue ella quien dejó de respirar, apenas fueron unas horas las que separaron el silencio del latir de dos corazones que, crecieron, vivieron y se apagaron juntos para quedar unidos por siempre.

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