Día 34 de #QuédateEnCasa

El día de hoy ha sido, a nivel político, de una inmundicia moral insultante, no es este muro el lugar que quisiera impregnar de veneno en forma de verborrea esta jornada en la que, además, al no amanecer junto al sol siempre afecta a nuestra percepción de la realidad.

Por ello, al igual que hace un par de días desconecté buscando en las cajas de viejos recuerdos musicales, hoy he abierto el rincón donde reposan esos cuentos, relatos y reflexiones, la mayoría de ellas nunca publicadas.

El ejercicio no ha traído la morriña del ayer. Todo lo contrario, he logrado eso tan difícil como es trasladarte a un tiempo pasado entre sonrisas y alguna carcajada. La mirada a lo vivido no ha estado acompañada de una disonancia cognitiva. La memoria ha sido selectiva y me ha ubicado en ese desván de las emociones analgésicas. Quizá porque nadie puede quitarnos nuestros recuerdos cuando, como escribió Aldous Huxley, “el recuerdo de todo hombre (hoy diríamos también mujer) es su literatura privada”.

Y aquella era una literatura que oscilaba entre la privacidad y el anonimato porque…

Érase una vez, una joven de treinta y pocos que salía del hogar familiar, iniciaba nueva etapa profesional, se abría a la vida como adulto independiente, conocía nuevos productos televisivos, se habituaba a construir rutinas y hábitos, descubría formas digitales de comunicación (entonces el reinado era  para “Messenger”) o convivía con nuevos vecinos.

Entre esas nuevas rutinas surgieron nuevas adicciones a algunos productos televisivos, entre ellos dos series: Friends y Sexo en Nueva York. Ahora, que no hay manera de engancharme a ninguna serie y me resisto a caer en Netflix era increíble cómo disfrutaba yo con “mis” series en aquellos tiempos.

Además, con las ensoñaciones que brotan cuando estás en época de siembra con todo un porvenir que diseñar, siempre me identificaba con algún personaje.

Por eso de las casualidades, comenzaban a abrirse hueco en el mundo digital portales periodísticos y se me ofreció escribir una columna en uno de ellos. No había que analizar ni reflexionar sobre un mundo que, aquellos años, vivía en una burbuja de bienestar social, al menos, así lo percibía desde mi privilegiado faro.

Decidí aceptar el reto y escribir, pero con pseudónimo y convirtiendo mi escritura en un personaje que imitaba a Carrie Bradshaw en Sexo en Nueva York y sus columnas, argumento de cada episodio de la serie (esto solo lo recordaréis los que seguisteis aquella serie, es decir, mis más coetáneos).

Mi vida social no era tan estresante como la de la neoyorquina, porque nunca he sido asidua a grandes eventos festivos, mi agenda era más reducida y mi elección por el amor principesco me llevaba a no acumular tantos amores y desamores como Carrie; tampoco mis obsesiones eran los zapatos, sino la ropa interior (creo que esto ya lo he confesado otra noche); sin embargo, me gustaba la idea y, a pesar de mis dudas, faltó un pequeño empujón para convencerme.

“Crea un personaje, dale tu personalidad y conjuga realidad y ficción. Con esos condimentos te va a salir un buen coctel”. Con esas palabras el director del medio digital me convenció para abrir la columna que firmaba con el nombre de Escarlata pero rápidamente (hace falta un nombre real con quien la gente se identifique, me aconsejaron) pasó a ser Adriana Canaura y posteriormente, en una segunda etapa en la que añadía a las columnas del personaje, otra con comentarios críticos o informaciones deportivas el seudónimo era Verónica Andria. Dos personalidades ficticias para sentir la libertad de escribir sin autocensuras.

Pero aquí me refiero ahora a los argumentos de aquellas columnas desenfadadas de Adriana, impensables de reproducir en la actualidad porque ni la sociedad, ni el entorno, ni el devenir del mundo, ni mucho menos esta coyuntura es propicia a ello.

No obstante, fisgonear en el pasado y hallar algunos de esos escritos ha sido una forma grata de soportar un día de nuevo gris y lluvioso a orillas del mediterráneo.

Mientras escarbaba entre papeles y libretas, sonreía; aunque ni el estilo de escritura ni el contenido argumental lo rubricaría hoy.

En su día, el director me animaba mostrándome las estadísticas de lectores que acudían a esa fantasiosa columna para escapar de su realidad. Yo no percibía que lo escrito fuera interesante. Ahora todavía me sorprende aunque, sin ápice de soberbia aunque pueda parecerlo, sí que me ha congratulado reconocerme en aquellas historias siempre con intrahistorias convergentes entre lo vivido y lo fantaseado. Tal vez, porque como escribió el Dr. Seuss, “a veces no conoces el verdadero valor de un momento hasta que se convierte en memoria”.

En el buceo por esos escritos he encontrado uno que me ha trasladado al hoy, concretamente al ayer, es decir, a una realidad que, quince años después y por distinto motivo he vuelto a experimentar.

Puede resultar inapropiada la confesión, pero el rubor a estas horas es imperceptible desde la distancia y liviano cuando solo lo transmites mirando a una pantalla en blanco. Así que os cuento mi historia:

Uno de los peligros del confinamiento es acostumbrarse a las zapatillas, los pantalones del chándal y las sudaderas (ay mare! Qué será de nosotras cuando volvamos a los tacones y al rímel), pero quién va a más estos días. La realidad es que con este vestuario vamos sumando días y personalmente, pocas son las lavadoras que acumulo, pero ayer tuve mi primer problema por ello: apenas me quedaba ropa interior limpia. Vamos que me había quedado con solo un par de bragas. Eso de doblar la actividad deportiva conlleva dos duchas diarias (o ducha y baño relajante, -veremos cómo viene el recibo este mes-) y, en consecuencia, dos cambios de atuendo íntimo. Cuando pasan 8-10 días resulta que se han acabado las reservas casi sin percatarte de ello.

La anécdota es de ayer y en ningún instante pasó por mi mente comentarlo, pero esta tarde, entre recuerdos de escritos, ahí estaba esa columna del año 2005 en la que narraba ese mismo problema de "escasez". La carcajada ha resonado y eso que era ya primera hora de la tarde y la afonía ya dominaba de nuevo mis cuerdas vocales.

¿Por qué no compartirla?, La respuesta me la daba eso que nos encorseta: me daba vergüenza. Si en su momento ya me sonrojaba escribir ciertas columnas desde el anonimato, hoy, firmar con mi nombre real algunos párrafos que se cruzan por mi mente no sé qué trascendencia podría tener en mis emociones, pero, puesto que la realidad de hoy, abril del 2020 es similar a aquel día de noviembre de 2005, como se diría vulgarmente, me he tirado al ruedo y aquí van esas palabras del 2005 y que comenzaban así:

“Hoy tengo un grave problema de intendencia: me he quedado sin bragas. Sí, no es nada grave, no he dicho ninguna palabrota ni insulto y, sin embargo, tengo la sensación que he de pedir perdón por utilizar el vocablo braga. ¿Por qué sonará tan mal la palabrita? ¿Acaso tanga o culote suena mejor?, pues bien, también me valen.

De todos modos, quede como quede, la pura realidad es que no me quedan bragas ni tangas ni culots limpios. Algo tan casual y sencillo pero tan grave. Entre la lluvia y las duchas al ir al trabajar y al salir del gimnasio, paso días sin poner la lavadora y ahí está la consecuencia de esta pequeña gran crisis.

La verdad es que ya el drama se venía gestando desde hace varios días pero no recalé que el suceso podría adquirir este tinte calamitoso que ha supuesto el comprobar cómo no disponía más que de un recambio de ropa interior.

Sentada sobre la cama en albornoz he soltado una risotada cuando se ha presentado ante mí mente la imagen de Cameron Díaz en una idéntica situación en una película de la que no consigo recordar el título. En la ficción la rubia protagonista arreglaba la coyuntura poniéndose unos “gallumbos” de un ex que pasó por su casa y dejó tan discreta prenda. Agua de nuevo. Esa solución no me sirve…. (En aquellos tiempos, cuando escribí este párrafo era por una razón, ahora es por otra, similar, pero ya si eso la dejamos para otra noche de confidencias…jejeje).

A lo que estamos (escribía en 2005) necesito ropa limpia, aseada...y bonita. Pongo en funcionamiento el intelecto y con la mirada puesta en el reflejo de los primeros rayos de sol sobre la cómoda (eso también era en 2005, hoy en València llueve y llueve desde antes de despertar) encuentro la solución. A grandes males, grandes remedios. Un bikini. No, si cuando digo yo que el mar arregla casi todos mis males físicos y psicológicos tengo razón (Esto continúa siendo igual en 2020). Abro el segundo cajón y ahí estaban todos ellos, de todos los colores, rosa, negro, rojo, con rayas, a dibujos...un verdadero chollo. Finalmente me decido por el negro. Solución perfecta. Además la lavadora ya está en marcha con lo que fenomenal. Al final hoy va a ser un gran día”.

Así era mi vida en el año 2005. Hoy no hay gimnasio ni salidas a trabajar ni actos sociales, vivimos en estado de alarma, pero como comentaba anteriormente, la doble jornada de ejercicios y dos duchas diarias igualmente te deja desprovista de algunas prendas y más cuando la lluvia se ha aliado con este encierro que nos deja huérfanos del sol en época primaveral, mientras en navidades, en aquel lejano diciembre de 2019, no encontrábamos el día para lucir abrigo por la “casi” bochornosa alta temperatura.

De este modo trivial, he hilvanado aquella columna de Adriana de 2005 con el abril de 2020 de Yolanda. Muchas cosas han cambiado; también mi estilo a la hora de enfrentarme a esta pantalla, incluso aunque el hecho sea similar, el contexto es tan opuesto que…

No obstante, ha sido agradable encontrarte con aquellos escritos del pasado y puede que contextualice algunos de ellos y vuelva a publicarlos los próximos días. Esta vez como Yolanda, sin vergüenzas, el pasado es ayer aunque hoy esa vista atrás, como comprobáis no ha sido con melancolía porque una cosa he aprendido con el paso de estos años y es, como dijo Robert Brault, “los recuerdos más felices son los momentos que terminaron cuando deberían haberlo hecho”.

Aquella Adriana y aquella Verónica perecieron y hoy no tienen espacio donde ubicarse, aunque Yolanda sigue aquí y en algunos ratos, como esta jornada, ha sido bonito viajar atrás y reencontrase con algunas de aquellas semblanzas de lo que era mi rutina real y fantasiosa.

Por eso, hay que hacer caso a aquello que cantó Bob Dylan, “cuida de tus recuerdos, por si no puedes revivirlos” lo que no imaginaba Dylan es que la travesía vital te lleva a otro puerto donde, a veces... puedes revivirlos.

Volver