LA ESTRELLA QUE SOLO BRILLA

   Hoy te he visto. ¡Por fin!. Hacía tantos años de tu adiós que no recordaba cómo tus ojos eran capaces de iluminar cualquier galaxia.

Recuerdo como juntos soñábamos en crecer, cruzar el mar, viajar…vivir.

   Ahora lejos, muy lejos de tu universo, tengo que confesarte que me gusta hablar de ti. Lo hago a menudo pero siempre sin decir quien eres. Y es que me gusta soñar e imaginar todo lo que dices, lo que callas, lo que das y lo que escondes. Me gusta recordarte. Me gusta verte, contemplarte, me gusta quererte y me gusta…soñarte.

   Han sido tantos años, tantas tardes de desesperanza, tantos meses, tantos años acunándote en la memoria, reteniéndote con ansia para que no se desvaneciera tu recuerdo, tu olor, tu sabor, tu piel tersa y suave, tus besos. Pero nada era real, te soñaba. Me engañaba al sentirte próximo por el delirio de no vivir sólo con la melancolía de tu ausencia.

   Todavía hoy me gusta soñar que estas aquí, junto a mí, pero sobretodo me gusta, como nada en este mundo, hablar de ti con silencios, esos con los que convivo hace ya tanto tiempo. Sí, me gusta nombrarte y el misterio sólo lo utilizo para esconder tu nombre. Ese que ahora grita todo el mundo, ese que llena hojas y hojas de diarios, ese que protagoniza tertulias radiofónicas, ese que es tu imagen. Tu imagen más tierna.

   Todo empezó una fría tarde de un mes de enero. ¿Recuerdas? Tú jugabas en el campo del corcho, allí en nuestro barrio, junto al mar, cerca de los astilleros. Tu espíritu aventurero era indócil, imposible de domesticar. Necesitabas volar. El Milán te dio la oportunidad. Sólo tenías 19 años y la posibilidad de viajar a Italia para realizar una prueba para la escuela de fútbol milanesa fue una propuesta demasiado atractiva.

   Allí junto al mar, apoyados en un viejo calafate nos dijimos adiós.

-Esto no es un adiós, es un hasta luego. Volveré Laura, volveré.

   Sólo unos minutos después emprendías viaje. Un viaje que sí fue “el adiós”. Nunca volverías a ser el mismo. Tardarías años en volver a casa de tus padres, a esa casa de una sola planta con una gran puerta de madera y aquel enorme patio donde pasamos tantos y tantos ratos. Aquel lugar donde yo estudiaba, mientras tú pegabas patadas a un balón. Allí hacíamos planes. Despertábamos a la vida juntos y barruntábamos un destino tan diferente…

   Pero yo sabía que un día volverías. Me sentía la Penélope de Serrat, te esperaba. Yo, mientras, vivía pasando días pero, incluso sin pretenderlo, anhelaba tu regreso. Por eso necesitaba mantenerte real en mi mente y en mi cuerpo, podía más tu amor que la melancolía, pero sobretodo podía más el calor del recuerdo de tu caricia que la distancia y la lejanía.

   Aunque, Pablo, ¡tardabas tanto en volver!. ¡Has tardado tanto en volver!. Demasiado. El resplandor de la luz de las estrellas que probaste te cegó. Y yo, después de la inquietud de los primeros meses tuve que continuar viviendo, aprender a vivir sin ti… pero ni un día se me olvidó quererte.

   Te contemplaba absorta ante el televisor. Estudiaba cada uno de tus malabarismos con el balón, tu estilizada figura, tu elegancia, tu gesto. Todos gritaban, te vitoreaban, te aplaudían como si estuvieran a tu vera y yo, mientras, en silencio, observaba. Todavía intensamente en el cuerpo sentía tu olor, diseñaba tu cuerpo, era capaz de dibujarte real aún con el paso de los años.

   Pero pronto las tardes de sábado dejaron de ser excelsas. Todos los días eran lunes y tú no estabas. Tú ya no estabas y ni el cine, ni las jornadas en la plaza, ni tan siquiera los partidos de fútbol del fin de semana eran lo mismo. Dejé de ir al campo del corcho. La emoción se había desvanecido con tu marcha.

   ¿Recuerdas cómo me gustaba celebrar con algarabía los goles del equipo? Aquello también murió. Era imposible contemplar el partido sin poder verte corretear por el campo. Los goles no iban acompañados de tu sonrisa cómplice hacia la grada donde yo te esperaba.

   No quería jugar a perder, pero el tiempo se escurría de entre las manos. Todo cambiaba mientras en mí, crecía el ansia por quererte, casi tan rápido como caían los años. Los amigos también crecieron. Y el pueblo. Hoy lo habrás visto distinto.

   El cine, nuestro cine, murió para erigirse en un inmueble totalmente diferente. Nuestro edificio emblemático aguantó unos años pero hoy, sobre el espacio donde nos besábamos por primera vez, donde nos besamos tantas y tantas veces, se erige un supermercado. Ya ves, poco queda de magia en nuestro entorno.

   El campo de corcho se ha convertido en un polideportivo con pistas de paddel y piscina. Todo cambió, tanto y tan deprisa como tu, como yo, como tu y yo.

  El mundo cambió. Yo no quería jugar a perder, ya sabes que a mí me gusta ganar, pero era mayor la pena acontecida por tu partida que cualquiera ausencia antes imaginada.

   Tal vez por eso, yo también tuve que marchar. Eran inefables las tardes de lluvia mirando el horizonte sin la posibilidad de contemplar tu figura atlética corriendo por el paseo. Porque mira que te gustaba correr. ¿Seguirás haciéndolo? Supongo que no. Hoy eres una estrella, ahora tendrás que mimar tu cuerpo, tus pies, esos que te han convertido en poco menos que “el rey”. Otro rey, ya no mi rey.

   Esos mismos pies que han hecho que hoy estés otra vez aquí. Han pasado casi quince años. Has cambiado tanto. Estas más guapo, más alto, más moreno, más apuesto, más…¡Dios, cómo te he echado de menos! E intentado acercarme a ti, ha sido imposible, tu madre también lo intentó.

-Laura, ven, a Pablo le gustará verte.

   Y allí, entre la algarabía de los más jóvenes y la seguridad del club que te protegía, intenté saludarte. En ese momento el alcalde te llamó.

-Pablo, pasa por aquí, ven a saludar desde el balcón.

  Otra vez tú arriba, en lo más alto y yo aquí, abajo, rodeada de los amigos, algunos de ellos también tuyos, fueron tuyos, pero ellos y yo, incluso ante tu imagen estábamos ante ti, sin ti. De nuevo, me quedé sola ante tu imagen con mi ayer, otra vez quebrada mi ilusión en mis ojos de donde brotaban lágrimas. Claro, ahora eras campeón de Europa.

   Ni una mirada, ni un guiño, ni un gesto, nada de ti para mí. Y yo, que recorrí miles de quilómetros cuando supe que volvías a casa, no te encontraba entre la multitud. No topetaba tu cuerpo contra el mío. Era imposible sentirte próximo. Ahora sí veía que eras una estrella. Tal vez tan reluciente en el firmamento que era imposible alcanzarte. Por eso te escribo estas letras. Me hubiera gustado tanto hablar contigo, reír contigo, recordar contigo, renacer contigo….porque sí, hoy tú eres una estrella, pero ahora sé que jamás volverás a lucir en mi firmamento, en ése que fue…nuestro firmamento.

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