Durmieron entre abrazos

“¿Me dejas dormir contigo esta noche?”

 

Después de años de amistad, era la primera vez que él percibía algo diferente en su mirada cuando ella formuló aquella pregunta. Durante años habían sido compañeros de trabajo, cómplices en muchas cosas, nada parecía haber cambiado cuando aquella jornada laboral se alargó más de lo esperado.

 

Tal vez era el cansancio que había hecho mella en ella. Quizás fue el vino que acompañó a la inesperada cena en el improvisado despacho, que había sido ese día la casa de él. O simplemente, era que….

 

Mientras él elucubraba, ella verbalizó una frase más a aquella conversación gestual.

 

“Estoy agotada y llevo unos días sin poder conciliar el sueño”.

 

Él sabía de la sensibilidad de ella, sus anhelos, sus temores y aquella introvertida personalidad que la tenía envuelta en un halo de melancolía casi permanente.

 

“Solo quisiera cerrar los ojos y amanecer junto a alguien”.

 

No necesitó mucho más para responder afirmativamente al ruego de ella. Al fin y al cabo, entre ellos había un sentimiento especial.

 

Desde que se conocieron en aquella reunión hace ya algunos años, su relación no necesitaba artificios. Pronto descubrieron que sus afectos tenían una cierta singularidad porque, no solo trabajando, formaban un buen equipo. Eran amigos, buenos amigos.

 

Unos minutos después, en la penumbra de una espaciosa habitación, ambos ya tumbados sobre unas sábanas de satén azul, él con excesivo mimo cruzó su brazo izquierdo sobre los hombros de ella para aproximarla despacio a su cuerpo. Ella, intentando desinhibirse de otros pensamientos, dejó caer su cabeza sobre el pecho semidesnudo de él.

 

Él hundió su rostro sobre la larga melena de su compañera y se impregnó del aroma de ella. Solo unos segundos después decidió deslizar la palma de su mano por la columna vertebral de ella cubierta por una vieja camiseta blanca con la que intentaba esconder la atractiva silueta que le dibujaba su oscura ropa interior.

 

Inesperadamente, mientras crecía el ritmo de respiración de él, ella entraba en ese estado de somnolencia que, en ocasiones, deja en reposo algunos sentidos. Esta vez era él quien parecía cubierto de temores.

 

Ella, sin embargo, sentía el cobijo que añoraba, llenaba esas carencias emocionales que en algunos anocheceres, cuando la jornada era extremadamente fatigosa, soñaba con cubrir.

 

Posó su brazo izquierdo sobre la cintura de él, suspiró profundamente, cruzó su pierna por encima de las caderas de su inesperado compañero y se acurrucó plácidamente a su lado, con casi medio cuerpo tendido sobre él cual improvisada almohada.

 

En ese mismo instante, cerró los ojos. Él había abandonado su espalda para enredar sus dedos entre los mechones de ella, uno a uno, de arriba abajo, una y otra vez. Aquel gesto la llevó a ella a evocar sensaciones de la infancia. Era así como le acariciaba su padre para acompañar su reposo cuando caía extenuada después de alguna de las exhibiciones gimnásticas en las que durante años participó.

 

Con sus cuerpos entrelazados, ocupaban apenas unos centímetros de aquella amplia cama. Ella recordó el poder que supone encerrarse entre unos brazos mientras acompasas el latido del corazón a la respiración de quien era, en ese momento, su lecho.

 

Él intentaba cerrar el pensamiento a sus ansias crecientes de pasear las yemas de sus dedos entre los valles y montes que esculpían el contorno del cuerpo de ella.

 

Ella decidió entornar con más fuerza los ojos para intentar controlar la inconsciencia que, hacía ya un buen rato, parecía centrada en inventar un momento donde dedicarse a la locura de aquella incipiente flama que envolvía, cada vez con más ansia, todo su cuerpo.

 

Sin entregarse a sus instintos, él guardaba los sueños de ella y ella los sueños de él, sin alterar el dibujo de sus cuerpos unidos en una misma figura. Hasta que aquel rayo rompió la aparente quietud.

 

Fue entonces cuando se volvieron a cruzar sus miradas. Ella, ruborizada por sus pensamientos y emociones, le dio la espalda para que él no percibiera su pudor y su rubor al estremecerse por aquella sensación de total desnudez que la envolvía a pesar de tener su cuerpo semicubierto.

Él volvió a acercarse a ella para posar su pecho sobre su espalda y de nuevo envolverla en un abrazo con el que parecía poder poseerla casi por completo.

En ese momento, sintió la necesidad de acariciar su pecho, pasear su mano por su cintura, delinear todo su cuerpo… Escuchó como ella despertaba y decidió adormecer la pasión que comenzaba a germinar en ambos para entregarse solo a una inusitada ternura que él desconocía poseer.

Ambos consiguieron domesticar aquel atisbo pasional. Casi sin pretenderlo, se impregnaron de un sentimiento que amansó sus ansias para desandar el sendero que parecía dirigirlos a la locura de esa fuerza desenfrenada que plaga los instintos naturales de cualquier ser vivo.

Quizás fueron absurdas las razones que se apoderaron de sus mentes, pero, sin más instinto que la fuerza de un cariño desusado, se mantuvieron varias horas abrazados, despojados por completo de besos y caricias.

Dormitaron juntos durante casi ocho horas. No hubo sexo, pero ambos sabían que en esa velada donde yacieron juntos, sí hubo amor.

Cuando amaneció, el sol los encontró abrazados, no tenían nada de lo que arrepentirse, no tenían nada que ocultar, salvo que, aunque todo parecía igual, nada sería jamás lo mismo. Aquella noche repleta de abrazos marcaría su relación para siempre.

Porque hay sentimientos que no se pueden explicar con palabras, pero no hay nada que no se pueda decir con un abrazo.

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