El Amigo Invisible

Le gustaba sentarse en aquel rincón. Las montañas dibujadas en el horizonte, la luz intensa, el sonido de los coches tímido pero incesante y, sin embargo, el aire limpio, porque, el ritmo de la civilización que transmitía la proximidad de aquella carretera, no envilecía la brisa del levante otoñal que llegaba a aquella terraza tan cercana al mar.

Siempre eran esos ratos sus mejores momentos. Sentarse ante un papel en blanco mientras su mirada contemplaba la gama de azules que ofrece la luz del Mediterráneo al paisaje de las tierras que baña, escribir y soñar, escribir e imaginar, escribir y crear.

Lloraba y reía por igual en aquella entrañable atalaya desde la que, a través de un abanico de emociones, volaba a infinidad de mundos. Todos diferentes, pero casi todos cercanos al mar. En aquella terraza que era su torre, caía enamorada ante distintos príncipes, albergaba un universo de aventuras y moraba en lugares donde amaba tanto como sufría. Le gustaba mezclar imágenes de recuerdos con fantasías, vivencias con espacios irreales.

A veces, mientras dibujaba un mundo, el viento acariciaba su mejilla, se estremecía su corazón y aquel sentimiento le hacía revivir aquella imagen anidada en su interior que la trasladaba a aquel lugar en aquel día en que…Y ahí comenzaba una nueva historia.

Un recuerdo, decenas de sensaciones y una nueva fantasía en la que refugiarse.

Poco a poco, hizo de aquella inmensidad que le ofrecía la pureza de un documento en blanco, un oasis en el que hospedarse para huir de su desierto rutinario. Esa morada le permitía viajar por espacios irreales donde experimentaba amores, pasiones, emociones y momentos. Algunos con taras, otros inefablemente perfectos.

Pero la fantasía para ser vivida ha de ser sentida y, a veces, requiere de la existencia de personajes con los que compartir los sentimientos de aquel cosmos fantasioso. Siempre pensó que su corazón era pequeño, se alimentaba de gestos menudos, palabras escasas, detalles nimios; sin embargo, eran enormes sus regalos emocionales. Le encantaba entregar y entregarse, ofrecer, dar, ofrendar… su bagaje emocional era inmenso, pero se acostumbró a tener la balanza en desequilibrio, por eso, ante la oportunidad de concebir aquel nuevo personaje al que cuidar, mimar y querer, se esmeró en su diseño.

No estableció límites. En el mundo irreal, como en su día a día, no sabía vivir a medias, siempre sentía exageradamente. Odiaba los grises, solo entendía las pasiones desde los extremos. Jamás lograba estar cómoda en las medianías.

Con ese impulso febril de regalar amor y suplir carencias, creó a su amigo invisible y un paraíso donde cobijarlo.

Desde el mismo instante que acabó su creación, convirtió a su nuevo imaginario compañero en único. Oteaba a su alrededor cada día para contemplar otros seres, pero desde que incluyó en su vida aquella imaginaria presencia, era él quien le despejaba las dudas, le cubría de soñados abrazos, le propinaba los más feroces azotes, le regalaba un te quiero y le mostraba cada día un nuevo paraíso de sentimientos que incluir en su libro de vivencias, porque, en ocasiones, es tan intangible la realidad, que ha de nutrirse de la artificialidad de lo quimérico.

Se acostumbró tanto a compartir sus inquietudes, preocupaciones, anhelos, sueños y esperanzas que, en ocasiones, olvidaba que su amigo no tenía presencia física.

Sin embargo, cada noche, bajo la luz tenue, cuando sentaba a reposar de la frenética actividad del día, comenzaba la charla con su invisible amigo. Algunos comparten su soledad con un animal doméstico pero a ella nunca le gustaron los perros, tal vez por eso, se sentía cómoda monologando su vida a un inexistente receptor.

De vez en cuando recordaba cómo de pequeña inventaba vidas a todos sus muñecos para sentirlos próximos. Ahora, algunas décadas después había gestado un nuevo universo irreal donde compartía incluso aquello que era incapaz de reconocer en su propia personalidad.

Su amigo invisible se convirtió en imprescindible, se sorprendía tantas veces pidiéndole consejo que olvidaba que la respuesta a sus interrogantes serían siempre retóricas.

A veces se sentaba en un parque o una terraza oteando alrededor en busca de un físico que atribuir a su compañero imaginado. Podría tener aquellos ojos, quizás sería así su sonrisa, aquella espalda sería perfecta, siempre fabulando sobre cómo sería el físico de aquel invisible cómplice.

Así creo a su socio de vida. Durante años rompió su soledad con aquel misterioso personaje solo real en su mente aunque, en ocasiones, llegó a sentir las leves caricias que porta el aire desde el lejano universo donde residen los personajes inventados.

Nadie supo jamás de la existencia de su amigo invisible, por eso, todos se sorprendieron cuando comenzaron a surgir los primeros síntomas del Alzheimer que la mató y ella verbalizaba continuamente una historia. Era la historia de una vida de dos que fue, su vida, una vida “real” imaginada.

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