Día 7 de #QuédateEnCasa

Hoy 19 de marzo, Sant Josep y Día del Padre, sin cremà, pero sin lo más importante, sin abrazar a papá, sin besar a mamá, sin ver ilusionada abriendo regalos a mi hermana, sin sentarme un rato junto a mi abuelo y sin celebrar la tradición de la comida familiar.

Sí, desde que recuerdo, el 19 de marzo ha sido siempre el día de la comida de los Melego.

Antes de convertir en costumbre reunirnos todos juntos cada 26 de diciembre con la excusa de celebrar el cumpleaños de mi hermana pequeña, el 19 de marzo era el día grande de mi familia materna. Con el yayo Pepe de anfitrión y con mi madre (Fina), incluso antes de la llegada de mi hermana Mª José, ya eran dos Joseps en el núcleo familiar y la excusa perfecta para celebrar San José y el día del padre juntos.

Aunque me atrevo a decir que, en realidad, el día de San José era el día grande para mi abuela Lola. No sabemos cómo conseguía tener siempre su rincón económico para convidar a toda la familia en algún restaurante. Le encantaba juntar a sus dos hijos, a sus cuatro nietos, a su yerno, a su nuera y escuchar nuestras anécdotas, disfrutar con la carta y terminar la comida siempre pidiendo “un pijama”, ese postre hoy tan desconocido pero que todavía mi abuelo, a sus 96 años, considera el cierre ideal de una buena comida.

Eran otros tiempos, no proliferaba la oferta de restauración gastronómica que existe en la actualidad, pero lográbamos encontrar el lugar ideal en el que, incluso cuando éramos pequeños y todavía vestidos de falleros, nos sentábamos juntos alrededor de una misma mesa y poco importaba si la paella estaba salada, faltaba que se secara el arroz o el socarrat no estaba en su punto.

Cuando la parca se llevó a la yaya (precisamente en un mes de marzo, aunque fue mucho antes cuando ella marchó y salimos de su mente y sus recuerdos por culpa del Alzheimer), decidimos mantener la tradición y reunirnos todos entorno al abuelo, ya bisabuelo en ese momento. Ni tan siquiera el Sant Josep que vivimos en 2018 con los renacuajos Pau y Nerea como fallera mayor y presidente, impidió que tuviéramos un rato para compartir juntos e intercambiar regalos…

Sin embargo, hoy, este 2020 que se aventuraba como un año lleno de parabienes; hoy, cuando la primavera se asoma en el calendario, se ha roto la tradición familiar que ningún motivo había conseguido quebrar.

Por todo ello, confieso que hoy he flagelado en la moral y ha sido necesario realizar un esfuerzo mental para no perder el control en la vertiente emocional.

Suerte que, después de una mañana encapotada y un ánimo gris, a primera hora de la tarde, entre nubes, y solo por su férrea voluntad, se ha asomado tímidamente algún rayo del sol que me ha permitido disfrutar del privilegio que es sentarte en la terraza con el silencio como única compañía de un paisaje en el que al norte, a lo lejos, se dibuja tenuemente, la Sierra Calderona, y al este, tras algún matorral, pero a solo unos metros, está el mar... El Mediterráneo que canta Serrat, y que también permanece extrañamente alterado en esta singular coyuntura.

Me he sentado un instante para impregnarme de la luz natural, intentar alejar pensamientos y disfrutar solo del momento de calma a pesar de que el viento era fresco. Ansiaba interiorizar el famoso proverbio indio de que la paz viene de dentro y no se puede buscar fuera como, desaforadamente deseaba yo.

Pero el sol no lucía hoy como ayer y su calor llegaba acompañado de una brisa que me recordaba que todavía es invierno. He cerrado los cristales aunque me he quedado cómodamente en la tumbona vislumbrando un horizonte, donde el mar mezcla su color con el cielo intentando atrapar la luz del este peninsular, la luz de València…y escuchando el silencio.

Horas antes había salido a esa misma terraza con la tímida esperanza de oír algunos de los pasodobles con los que la FSMCV , Federación de Sociedades Musicales de la Comunidad Valenciana, había convocado a la sociedad valenciana a tocar desde sus ventanas, balcones y terrazas para imbuirnos del ambiente festivo que hoy, sin coronavirus, hubiera inundado casi todos los rincones de nuestro territorio.

Confieso que mis expectativas de observar ese espectáculo eran mínimas a las 12 del mediodía. Vivir en una urbanización entre el mar y la carretera alejada de la ciudad tiene esa desventaja. Ha sido otro pellizco interior. Sin embargo, a esa hora de la tarde, cuando delieradamente quería sentir el silencio buscado para recuperar la energía con la que afrontar el resto de la jornada, se ha convertido en persistente el sonido del teléfono recibiendo mensajes que no eran más que imágenes de otros barrios, otras calles, otros pueblos, donde sí se ha improvisado desde los balcones este mediodía el mejor de los conciertos que, aun con una sociedad confinada, jamás volverá a vivir esta terreta.

Esas imágenes que, lejos de aquí, habrán provocado alguna sonrisa, para los valencianos ha sido la muestra del perpetuo romance de esta tierra con la manifestación artística y cultural que mejor expresa sentimientos, emociones e incluso pensamientos: la música.

Una música que en mi balcón no sonó ni al mediodía ni a media tarde.

En este lugar todo era calma y mi tenaz voluntad de derrumbarla para así aparcar los sentimientos y no sufrir piscológicamanete; pero como dijo José Saramago, “los momentos no avisan cuando vienen”, y en este retiro hay momentos…,momentos que solo se habían insinuado aunque han inundado mi mente hoy, en este 19 de marzo, el día que ha deslizado por primera vez desde que comencé este enclaustramiento, una lágrima por mi mejilla. La he dejado viajar por mi rostro como bálsamo para vaciar la mochila y recobrar el mando, porque “la vida es como un viaje por la mar: hay días de calma y días de borrasca, lo importante es ser un buen capitán de nuestro barco” (Jacinto Benavente).

Recordando esta cita que, de forma casual leí ayer en algún artículo, tuit o mensaje recibido (son tantas las cosas que leo a lo largo del día que casi no distingo el dónde y el cuándo) he buscado otro rincón con luz natural en la casa para iniciar, hoy en horario algo adelantado, mi clase de ejercicio vespertino y coger el timón de mis emociones.

La mente se ha enajenado pendiente solo de la respiración, como nos reitera una y otra vez, mi maestra yogui en cada sesión, “piensa solo en respirar, en el aquí y el ahora”.

Con el aliento alterado a pesar de la ducha tras el ejercicio, tras elevar un tanto el ánimo aunque sin desprenderme totalmente de la melancolía, he llamado a mis padres con una excusa tonta que, reconozco, ahora ni recuerdo. Luego en busca de compañía he marcado el número de teléfono de mi tío, precisamente la otra pata de la familia Melego. Él, sin pretenderlo ha conseguido extraerme una sonrisa al narrarme la anécdota que desde su balcón presenciaba.

Justo en su misma calle se habia instalado un control policial que, en ese momento y seguro que sin pretenderlo, al parar un coche que circulaba incumpliendo la orden de confinamiento, se ha topetado con un alijo de naranjas que rebosaba hasta los asientos traseros del vehículo. No sé la multa que les caerá a los conductores del vehículo por no cumplir con la obligada reclusión, pero seguro que por las naranjas algo más que un coste económico habrán tenido que afrontar.

No había concluido la conversación con la familia cuando, el teléfono ha sonado, en este caso no era yo quien llamaba sino que era mi amiga Mónica, alguien con quien, a veces, tengo cierto temor al comprobar cómo, desde la distancia, percibe el momento en el que necesitas esa voz aliada y próxima. Mónica es el amigo al que Quevedo definió como “la sangre que acude a tapar la herida sin esperar a que la llamen”.

Ante ella nunca disfrazo mis emociones porque siempre dispone de la palabra en la que acunar mis desvaríos hasta redirigirlos al sendero de la quietud. La conversación ha serpenteado hasta intercambiar un par de anécdotas, un rato de charla y una recomendación de un enlace en el que poder ver de forma gratuita hasta ¡¡¡100 películas!!!

Al colgar el teléfono ya había oscurecido así que, en un día de alteración de horarios, me he decantado por adelantar la cena y apagar la televisión. Hoy estoy saturada de información.

He comprobado la cartelera de la propuesta enviada por mi amiga. En efecto, hay comedias y filmes de esos moñas que nos gusta ver acompañadas de un bol de palomitas o algo de chocolate o dulce, situaciones que al principio de este siglo XXI se hicieron populares gracias a los argumentos de la serie Sexo en Nueva York y los disgustos sentimentales de Carrie Bradshaw.

Puede que mañana incluya en mi actividad algo de cine, al fin y al cabo, mañana será otro día…y aunque, todo continúe igual, todo será diferente... porque hoy no ha sido un día más.

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