Día 21 de #QuédateEnCasa

Hace días que comenté que me estaba dejando “esto” de las redes sociales como fuente de desahogo. Pero como todas las adicciones, no rompes con ellas ipso facto.

Por ejemplo, sigo aquí publicando cada noche este batiburrillo de emociones, pensamientos y sentimientos. También, escribo (mucho menos) en twitter, porque ahí sí me he sometido a un alto nivel de autocensura tras comprobar cómo proliferan en este estado de alarma publicaciones que rozan la inmundicia ética. Y, todavía en vigor la ley mordaza, no me resulta atractivo imaginar poder cambiar de sede este encarcelamiento.

En Instagram he reducido mi presencia, pero sigo publicando, menos, porque de esta red más que dar me estoy nutriendo. Principalmente de música (y también de algún personaje ante cuyas publicaciones desvarían todos mis sentidos) porque está siendo este el lugar que mayor acogida está teniendo entre los cantantes y grupos musicales para lanzar sus conciertos acústicos en este confinamiento.

Sin embargo, leyendo un artículo sobre la toxicidad que emanan las redes en este encierro, y sabedora, como ya os comenté un día, del uso que de ella hacen a través de campañas perfectamente estructuradas (y pagadas) determinados intereses, hoy he estado reflexionando sobre la idoneidad de mantener mi actividad en las redes; pero principalmente ¿dónde acaba la necesidad de comunicación y comienza el exhibicionismo?

El artículo tomaba ese argumento como inició y me ha dado por pensar (mala cosa cuando estás 3 semanas confinada).

Es cierto que la funcionalidad de las redes se ha encumbrado en este encierro paralelamente al nivel de aroma repugnante de la mayoría de las publicaciones que se difunden.

Y no obstante, aquí estamos. Aquí estoy yo cada noche, ante un público al que abro mis opiniones y, sobretodo, mis emociones en este enclaustramiento. Algún día incluso me expongo físicamente con autorretratos que grabo leyendo, haciendo ejercicio, viendo el horizonte…incluso imitando una preciosa imagen que vi, intenté captar una bucólica imagen personal de igual modo, tomando un baño de espuma. Desde luego, el resultado no fue el mismo, pero realmente, ¿qué pretendía?

¿Pertenezco ya de forma inconsciente a ese colectivo sumido en eso que se denomina exhibicionismo social? ¿Me habré contagiado del postureo que prolifera estos días un poco más en las redes?

Yo, que me caracterizo por evitar las fotografías con la excusa de ser poco fotogénica, ¿por qué me autorretrato y me expongo en redes?

Y ¿Qué sentido tiene este diario?

Sinceramente, comienzo a tener dudas sobre la idoneidad de seguir con esta desnudez y con seguir mostrando imágenes personales y retratos de ayer e incluso de hoy…

Yo nunca pretendí escribir para nadie, aunque he de reconocer que, desde que recuerdo escribo, aunque mi objetivo era escribir para alguien, un alguien que era solo yo. De hecho hace ya algún tiempo, en mi antiguo blog, reflexionaba sobre las ventajas de publicitar mis escritos o no.

Por ejemplo, cuando yo escribo en este “CaraLibro”, no imagino al receptor. Cuando comienzan a desbordarse las palabras casi sin control, estas no tienen dueño. Ni tan siquiera son mías. Son emociones o pensamientos dirigidos e incluso lanzados por ese uno mismo que siempre nos acompaña, que a veces llora y ríe de forma inconsciente, ese duende que se rebela, ama y piensa cuándo, cómo y a quien le viene en gana, dejando la mayoría de ocasiones nula capacidad de poder domesticarlo de forma racional.

Durante años y años fue ese “alguien” invisible mi mejor amigo. Me creía poseedora del control, de mi control, por eso solo ante él mostraba eso que como individuo jamás puedes enseñar del todo, bien porque la sinceridad tiene un alto precio en esta sociedad o bien porque el pudor lleva a todo el mundo a ser solo real en soledad.

Hubo un tiempo que incluso escribía con seudónimo, pero publicaba, imaginando escribir a quien definía así Eduardo Galeano, “para los que no pueden leerme. Los de abajo, los que esperan...no saben leer o no tienen por qué".

Pero aquella época pasó y ahora me veo zambullida en la epidemia social y en este afán comunicativo extendido como una plaga fortalecida por este maldito virus. Sí, a veces lo hago con rubor pero…..aquí estoy de nuevo, otra noche más, aunque hoy, confieso, con algunas vacilaciones.

Cuando comenzaba el mes de marzo en esa cuenta donde proliferan las imágenes (Instagram) publiqué este collage que acompaña a esta reflexión. Era el día que hacía justo un año me hicieron la primera de las fotos ahí expuestas. Era una forma (pensaba yo) de lanzar un gracias al aire, de mirar atrás y ver cuántos ratos me había sentido “feliz”, cuántas emociones caben en un imagen, cuántos momentos son evocados en presente…

Hoy dudo que ese “al aire” no fuera acompañado de cierto egocentrismo. Para mí escribir siempre ha sido terapéutico, pero… ¿y las fotos? ¿Es necesario presentar tan limpias las emociones? ¿Cuánto de ostentación hay cuando publicas una imagen? ¿De qué pretendo hacer alarde?, ¿Por qué muestro aquello que no dejo retratar?...

Y lo que más perplejidad y dilema me genera, ¿por qué un artículo o post con una imagen real es mucho más y mejor acogido que solo la palabra?

¿Es una forma de curiosear? ¿Es una motivación para superar complejos o inseguridades? ¿Es ansia de popularidad?

Es decir, ¿es una forma de buscar compañía porque, cuanto más parece que nos comunicamos, más solos estamos…? O ¿es una forma de mendigar cariño, elogio o aplauso?

Hoy no encuentro respuestas y, aún con el pudor de transmitir estas conjeturas propias de un día más de confinamiento vuelvo a presentarme ante vosotros incluso a desplegar este collage de imágenes que sigo sin saber por qué me ilusionó tanto publicar antes de los idus de marzo.

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