Éxtasis Granota

Bueno, aquí estoy. Las últimas 48 horas he recibido varios mensajes preguntándome si existía alguna razón por la que no había redactado uno de estos comentarios (más bien, descripción de emociones) tras la gesta histórica del Levante UD en la Copa del Rey, salvo algunas frases en twitter.

Hoy, tras conocer el rival y un poco más serena, con la perspectiva que te ofrece sentirte en una atalaya ilusoria todavía no logro combinar las palabras que retraten los cosquilleos en el estómago, la aceleración de las pulsaciones, la voz quebrada al “ejercer” de tertuliana, las lágrimas resbalando por la mejilla. No, no es nada fácil describir los sentimientos.

Hace solo unas semanas, tras la gesta del CD Alcoyano al eliminar al Real Madrid y la victoria del Athletic Club en la Supercopa, osé redactar un artículo que, siendo poco ágil para titular, encabecé con la frase “un poco de felicidad”.

No voy a emplear ahora los argumentos allí utilizados porque sería reiterativo; aunque sí quiero recuperar la tesis de que ¡viva el fútbol!, a pesar de todo su mercantilismo, su demonización o esas acusaciones sectarias.

Tampoco voy a reproducir las palabras que dediqué al club bilbaíno, ni reincidiré en la obviedad de mi levantinismo. Mi transparencia en mi pasión personal y profesional es evidente para todos los que llegáis hasta aquí conocedores de mi trayectoria.

Sin embargo, tras aflojar la tensión profesional de las últimas 48 horas vividas y desvanecerse el nerviosismo gestado los últimos días por una inquietud familiar, el sosiego que me acuna en esta noche de luna menguante en la que ha vuelto a refrescar, hace que fluyan de mí esas palabras emocionadas que desprende el poder inhibidor de la situación pandémica que ha gestado una victoria futbolística: la clasificación del Levante UD para las semifinales de la Copa del Rey cuatro días después de su victoria ante el Real Madrid en el centro de la meseta.

Sí, otra vez el fútbol, porque yo profeso lo que Manuel Vázquez Montalbán definió como la religión del siglo XX más extendida del planeta: la afición al balompié. Por ello, esta reflexión no es la de una periodista de deportes, es la de una mujer futbolera, que todavía prefiere presenciar un encuentro de fútbol a una película o pasar una tarde de asueto en un estadio que en un centro comercial. Parafraseando al escritor Eduardo Galeano confieso que yo no soy atea a la religión que tanto el uruguayo como el evocado periodista catalán consideran es el fútbol.

Y todo ello a pesar de esa infelicidad que provoca no vivir estas gestas históricas de tu equipo desde la grada. Como escribió el escritor uruguayo “no hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”. Y en este 2021 de Covid, en ese desértico lugar que son los estadios es desde donde se están desprendiendo las mayores alegrías entre los feligreses futboleros, una circunstancia que no merma esa sensación de felicidad que te otorga “la cosa más importante de las cosas menos importantes” (Arrigo Sacchi).

La coyuntura está apelmazando demasiado nuestra cotidianeidad. No es sencillo domesticar el estado emocional para navegar cada día en esta travesía donde la tempestad es perenne desde hace casi un año, pero sin embargo, el rumbo parece frenético como si tuviéramos prisa por exprimir el tiempo, por el temor a volver a la paralización vivida la pasada primavera o por la voracidad por robarle tiempo al tiempo, escenarios que nos conducen a la introspección y que en ocasiones nos hace huraños o apocados y lo que es peor, solitarios y retraídos.

La ausencia de socialización que se nos aconseja desde las autoridades sanitarias ha construido muros entre familiares y amigos con los que, no solo no compartes espacio y abrazos, sino tampoco conversaciones o momentos, instantes todo ellos que consumimos en actividades laborales o producto de la pandemia que está alzando muros entre relaciones que parecían inquebrantables. Vivimos deprisa en un invierno lánguido y como dice la canción “viviendo tan deprisa la vida no se aprecia”.

Sin embargo, los últimos días, a los aficionados levantinistas el fútbol nos ha parado el ritmo. La embriaguez de las dos últimas victorias granotas nos han hecho olvidar el continente que envuelve esta maldita cotidianeidad pandémica. Por esa razón, me niego a relativizar estos triunfos. La necesidad de alegrías es tan persistente que ubicar la irracionalidad es casi una prioridad social para subsistir en estos tiempos y sostener nuestro tránsito por esta etapa que nos ha tocado vivir.

Así que, no voy a pedir perdón por celebrar una victoria que solo son tres puntos en una liga irregular o por festejar una clasificación para una semifinal, porque a las huestes levantinistas son estos los hechos que nos han anestesiado de tanto quebranto, de tanto desánimo y de tanto agotamiento emocional. Esta semana hemos sido unos privilegiados porque el valor de las cosas no está en el tiempo que duran, sino en la intensidad con la que se sienten y estos simples hechos anteriormente expuestos quedarán para siempre, no solo en el libro de vivencias como momento de éxtasis, sino también en el rincón de días inolvidables, recuerdos excelsos y temores aletargados en tiempo de llanto.

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